lunes, 10 de febrero de 2014

Manuel Machado y la vida en un soneto

Aunque bien conocida, sigo sin saber si es cierta la anécdota de Borges cuando preguntado por Antonio Machado fingió asombrarse y preguntó si Manuel tenía un hermano. Me parece excesiva incluso para Borges, así que será cierta.

La verdad es que Don Manuel ha arrastrado siempre una carga negativa, posiblemente desde que aquel alzamiento vino a sorprenderlo en Burgos y se decidió a escribir hermosos sonetos a Franco y su sonrisa. Pero tiene poemas maravillosos; de eso no hay duda. Uno de mis preferidos es este juguete que tituló “Alfa y Omega”. Es desde el principio un truco poético que recuerda al soneto que “me manda hacer Violante”. Es un juego, no hay duda, y se lee con una sonrisa. Pero, ¿por qué se le hiela a uno la sonrisa en el terceto final?

ALFA Y OMEGA

Cabe la vida entera en un soneto
empezado con lánguido descuido,
y, apenas iniciado, ha transcurrido
la infancia, imagen del primer cuarteto.

Llega la juventud con el secreto
de la vida, que pasa inadvertido,
y que se va también, ya que se ha ido,
antes de entrar en el primer terceto.

Maduros, a mirar a ayer tornamos
añorantes y, ansiosos, a mañana,
y así el primer terceto malgastamos.

Y cuando en el terceto último entramos,
es para ver con experiencia vana
que se acaba el soneto… Y que nos vamos.

Las uvas de la ira, de John Steinbeck

Aunque mi propósito era centrarme en la poesía, hace poco leí Las uvas de la ira y no puedo resistir hacer una entrada sobre la novela (espero que no pase nada por cambiar mis propias regla, ¿no?).
Sí, parece mentira que a estas alturas hay leído Las uvas de la ira. Pero tengo dos excusas. Una es la de que hay tanto que leer que el orden de espera no siempre es justo. Y, segundo, esa coartada patética de que había visto la película y ya sabía el final. No, en serio: la película de John Ford tiene tanta fuerza que no sabía qué más iba a aportar la novela. Esas palabras finales en la voz de Henry Fonda te dejan con un nudo en la garganta. Aunque ese no es exactamente el final en el libro, anticipo ya.
Al final, afortunadamente, me acerqué a la novela. Magnífica idea.
Especialment en estos tiempos es perturbador leer una obra maestra que habla de los derechos de los trabajadores, de inmigración, de injusticias. Ver el mundo con los ojos de los inmigrantes que lo que quieren es trabajar. Vivir.
Es una lectura complicada en inglés porque Steinbeck reproduce el fuerte acento de los personajes cuando hablan. Y es un libro duro, con momentos espeluznantes, tanto moral como físicamente. Steinbeck domina el relato desde el principio, con alternancia de capítulos donde cuenta la historia de los Joad y otros donde va retratando circunstancias y escenas paralelas. Hay también momentos divertidos en los que no puedes evitar la sonrisa, como el capítulo en el que los dos niños descubren un inodoro por primera vez en su vida.
Imprescindible. Aquí va una muestra:

–Mira –dijo el joven–. Suponte que tú ofreces un empleo y sólo hay un tío que quiera trabajar. Tienes que pagarle lo que pida. Pero pon que haya cien hombres –dejó descansar la herramienta. Sus ojos se endurecieron y su voz se volvió más penetrante–. Supón que haya cien hombres interesados en el empleo; que tengan hijos y estén hambrientos.
Que por diez miserables centavos se pueda comprar una caja de gachas para los niños. Imagínate que con cinco centavos, al menos, se pueda comprar algo para los críos. Y tienes cien hombres. Ofréceles cinco centavos y se matarán unos a otros por el trabajo. ¿Sabes lo que pagaban en el último empleo que tuve? Quince centavos la hora. Diez horas por un dólar y medio y no puedes quedarte allí. Tienes que quemar gasolina para llegar –jadeaba de furia y sus ojos llameaban llenos de odio–. Por eso repartieron los papeles. Se pueden imprimir una burrada de papeles con lo que se ahorra pagando quince centavos a la hora por trabajo en el campo.
–Es asqueroso, apesta –dijo Tom.
–Quédate un tiempo y si hueles alguna vez rosas, avísame para que pueda olerlas yo también –el hombre se rio ásperamente.
–Pero tiene que haber trabajo –insistió Tom–. Santo Cielo, con la cantidad de cultivos que hay: huertos, uvas, hortalizas… lo he visto. Necesitarán hombres. Yo he visto todos esos cultivos.
Un niño lloró dentro de la tienda que había al lado del coche. El hombre entró en la tienda y se oyó su voz quedamente a través de la lona. Tom cogió el tirante, lo metió en la ranura de la válvula y empezó a esmerilarla, moviendo la mano de arriba abajo. El llanto del niño cesó. El joven salió y contempló a Tom.
–Lo haces muy bien –dijo–. Es buena cosa. Te hará falta.
–¿Qué hay de lo que dije? –insistió Tom–. Hay cantidad de cultivos.
El otro se acomodó en cuclillas.
–Te lo voy a explicar –dijo con calma–. Yo he trabajado en una huerta de melocotones, una gigantesca putada. Allí trabajan nueve hombres todo el año –hizo una pausa para crear tensión–. Pero cuando los melocotones están maduros hacen falta tres mil hombres durante dos semanas. Son necesarios para evitar que se pudran los melocotones. Entonces, ¿qué hacen? Mandan esos papeles hasta al infierno. Necesitan tres mil hombres y se presentan seis mil. Contratan a los hombres por lo que quieran pagarles. Si no te interesa el salario, maldita sea, hay mil hombres que quieren tu empleo. Así que recoges y recoges y entonces se acaba. Toda la zona es de melocotón y todo madura al mismo tiempo. Cuando acabas de recoger, ya no queda ni uno. Y no hay ninguna otra cosa que hacer en esa puñetera zona. Y entonces los propietarios ya no te quieren allí y estáis tres mil. El trabajo está acabado. Podríais robar, emborracharos, simplemente montar bronca. Y además, no tenéis buena pinta, viviendo en tiendas viejas; es una bonita región, pero vosotros la apestáis. No os quieren por allí. Os echan a patadas, os obligan a marchar. Así funciona la cosa.
Tom, que miraba hacia la tienda de su familia, vio a su madre, pesada y lenta por el cansancio, hacer una pequeña fogata de hojarasca y poner al fuego las ollas. El círculo de niños se acercó más y los ojos abiertos y en calma de los niños controlaron todos los movimientos de las manos de Madre. Un hombre muy viejo, encorvado, salió como un tejón de una tienda y se puso a fisgar, husmeando el aire conforme se acercaba.
Con los brazos a la espalda se unió al círculo de niños para observar a Madre. Ruthie y Winfield, cerca de su madre, dirigían miradas beligerantes a los extraños.
Tom preguntó airado:
–Hay que recoger los melocotones rápidamente, ¿verdad? Justo cuando están maduros.
–Por supuesto.
–Bueno, supón que esa gente se une y dice «Que se pudran». Seguro que los salarios subían enseguida.
El hombre joven levantó la mirada de las válvulas y miró a Tom con expresión de sarcasmo.
–Vaya, qué idea has tenido. ¿La has pensado tú solito?
–Estoy cansado –dijo Tom–. Estuve conduciendo toda la noche. No quiero empezar una discusión. Y estoy tan cansado que podría empezar una fácilmente. No te hagas el gracioso conmigo. Te estoy preguntando.
–Era una broma –sonrió el otro–. Tú no has estado aquí. A alguno ya se le ocurrió lo mismo. Y a los de la huerta de melocotones también. Están atentos a ver si los hombres se reúnen, a ver si surge el líder, tiene que haber uno, el que hable. Pues bien, en cuanto a éste se le ocurre abrir la boca, lo agarran y lo encierran. Y si aparece otro líder, pues también lo meten en la cárcel.
–Bueno, en la cárcel uno come por lo menos –dijo Tom.
–Pero los hijos no. Imagínate que estuvieras dentro y tus hijos se estuvieran muriendo de hambre.

Adolescence the show (and the pace of these times)

       Following my tradition, I watched late the most fashionable movie or show that everybody else has already watched. Adolescence has be...